martes, 11 de julio de 2017

EL JUICIO UNIVERSAL



Anfitrión: Svredni Vashtar


LA SECCIÓN 
 DE 
SVREDNI VASHTAR







Giovanni  Papini

Mi  historia  con “El Juicio Universal” de  Giovanni  Papini  se  remonta  a  mis  visitas, desde  niño, a  la  peluquería del señor  Reyes (de quien,  debo confesar,  nunca  supe el  nombre). Este  singular  personaje,  tenía  en una  sola  mesa,  para la  entretención de  sus  clientes,  las  últimas  noticias  del deporte, la  chica  desnuda  del mes,   una  colección de  cuentos de  Borges,  unas  greguerías de  Ramón Gómez de  la  Serna, y  una  que  otra  obrilla   en edición Quimantú,  que  variaba constantemente,  pues  alguien siempre  terminaba  llevándosela. Fue  allí que  me  encontré  con “El Juicio Universal”.

En la espera  insoportable de  la  peluquería (gracioso  me  resulta  escribirlo, pues  ahora  he  pedido casi todo mi otrora  enrulado cabello), y por  años, fui  leyendo  este ladrillo maravilloso y arquetípico  que  me  permitió conocer  a  montones de  personajes, reales  y ficticios, que  luego  me  reencontré  en las  clases de  literatura, historia, filosofía  y teología. Y como  siempre  me  han  impactado las obras clásicas, esas donde  el lenguaje   fluye  desde  alguna  dimensión   desconocida  con una fuerza  telúrica que  te  abofetea  el mal gusto circundante,  lavándote  el sentido y te  pone  a  tomar las  onces  en silencio,  agradecido y humilde,  como una  madre  estricta  y cariñosa, así mismo   me  sentía, y me  siento, cuando leo esta obra impactante digna,  de  un  genio  posible solo a Papini.




La historia de este genio de la literatura es un sinuoso viaje intelectual y espiritual,  desde una convulsionada juventud telúrica y atea, hasta una  madurez religiosa  pero no por eso menos  fatigosa y exigente. Los biógrafos  dicen que  desde joven, este  autor concibió la  idea de una obra magna, una catedral literaria que perdurase por siglos y que diera cuenta de la  humanidad  en su esplendor y en su oscuridad, en su  casi infinita capacidad  como en su limitada naturaleza. Años le  llevó completar  este  logro, al punto  que  fue  publicada  póstumamente.

Por  popularidad,    mucho más  conocidas son sus  obras «Los  soliloquios de  Belén» sentida  y deliciosa colección de monólogos de  algunos  inesperados testigos del nacimiento de Cristo; «El crepúsculo de los filósofos» donde hace  una satírica crítica a  Kant, Hegel, Comte, Schopenhauer, y otros; o incluso su disparatado «Gog», considerada  por  muchos  como su obra  más  lograda. Sin embargo, en lo personal, es «El juicio universal» la  que  más  me  ha  impactado.

¿De qué  trata este hermoso libro?  Imaginen que  han  sonado las  trompetas del  Juicio  Final, resucitan  los  muertos de  todas  la  épocas, y, uno  a  uno, se  presentan ante  el Divino Tribunal. Los  ángeles  exponen  los casos, y, como última oportunidad, ante  el nuevo descubrimiento de  la  Presencia Eterna,  los hombres  y mujeres de todas  las épocas, exponen sus  razones, defienden sus motivos o, incluso, se encierran en sus  odios   enconados, en sus miedos  invencibles y en sus rechazos  totales. En este contexto desfilan frente a  nosotros personajes tan variopintos  que   comprendes  al poco andar que no requieres  seguir  el orden  propuesto, si no que, en cambio, puedes iniciar por  los que te parezcan  más cercanos  para decantar  en quizá años de lectura, por aquellos desconocidos y  que sean, tal vez, los que te proporcionen mayor entendimiento  y  sabiduría.

No tienes que leerla entera para que te guste, no tienes que leerla de un tirón (que es así precisamente como no se hace) para decir que lo estás leyendo, ni tienes que concordar con todos los juicios  expuestos,  para reconocer  el misticismo  de  intención y el realismo  del lenguaje. Tengo amigos  que  sólo han  leído  uno  de  sus testimonios, el preciso,  el suficiente  para  conmoverse  hasta  las  lágrimas.

Es  imposible  desgarrar cualquiera de los episodios así que  no me  queda  más  remedio  que citar completo al menos  dos  ejemplos,  probablemente  de  los  más  bellos  que  he  leído hasta  ahora: Nietzsche  y Pedro Bernardone.

Dedico a  mi amigo Miguel Acevedo el diálogo de  Nietzsche y los  ángeles:

NIETZSCHE

          «ÁNGEL

         Muchos vieron en ti —autor temerario del Anticristo— el enemigo más corrosivo de la Cristiandad. Y, sin embargo, yo descubro todavía en tu vida y en tu alma la marca imborrable del fuego de Jesús Redentor. Dime, con aquella heroica sinceridad que fue siempre honor tuyo, si me equivoco o adivino.

         NIETZSCHE

         Estás en lo cierto. La muerte, como sabes, revela todo el hombre a sí mismo. Toda mi guerra contra los cristianos —no, cuidado, contra Cristo— sólo fue el rencor, la quemadura, el dolor de una atroz desilusión.

         Mi alma era naturalmente cristiana. Tan profunda y espontáneamente cristiana, que no pudo encontrar su patria en ninguna de las Iglesias que se gloriaban de cristianas. La romana y la oriental eran, o me lo parecieron, hospicios recargados de estucos polvorientos y barrocos para refugio de almas somnolientas y retorcidas; la protestante era una tempestad helada, un pietismo debilitador o desvanecido. Todas y cada una de las cosas rechazaba a mi ánimo delicado y ardiente de aquellas catacumbas convertidas en caballerizas de jumentos cansados. No pude soportar el horroroso tufo y buscar a Cristo bajo aquellos enmohecidos trapajos.
Hube de alimentar y saciar mi alma cristiana fuera del Cristianismo, recurrir a los sucedáneos y a los facsímiles, parecer adversario de los cristianos para permanecer fiel a Cristo, y, finalmente, para unirme al verdadero Cristo ponerme de parte del Anticristo.
Todo mi pensamiento fue, así, la angustiosa persecución de un Cristianismo platónico, de un Cristianismo sin Cristo, y, a veces, me encontré combatiendo a los cristianos en nombre de principios que hubiera podido hallar, si no hubiera estado ciego por el asco, en el mismo Evangelio.

Mi amor fatuo no era más que la fórmula pagana de la resignación cristiana; mi superhombre no era más que un ideal nacido de la síntesis entre la caballería medieval y la santidad católica; mi teoría del eterno Retorno era la subterránea revancha de mi anhelo de resurrección y de inmortalidad; mi aspiración a la santidad y a la fuerza correspondía al genuino Cristo de los Evangelios que da la salud a los enfermos, la voluntad a los débiles, la vida a los cadáveres. Y, sin quererlo, fui semejante a los ascetas estudiosos que habían constituido la gloria de la Iglesia: hombre de la renuncia, de la pobreza, de la soledad, de la pureza, del sacrificio alegremente soportado, de las torturas serenamente aceptadas.
También aquel asceta buscaba desesperadamente a su Dios, un Dios conforme a su espíritu y a su sueño. Y no advertía que lo había dejado por excesivo desdén detrás de mis espaldas. Escogí, al fin, a Dionisos, es decir, al Dios pagano que más se parecía a Cristo, el Dios que es sacrificado y muerto por los hombres, el Dios que otorga el éxtasis y promete la inmortalidad a sus fieles. Pero la imagen de Cristo se sobreponía cada vez más a la de Dionisos y en este duelo interior mi razón fue vencida y se apagó. Los últimos, los extremos mensajes que envié a los hombres, eran firmados ora por Dionisos, ora por el Crucificado. Apenas llegué a unirme indeciblemente con Cristo, todos los cielos se abrieron y no pude sostener aquella implacable alegría y en torno a mí hubo tinieblas, como el viernes en el Gólgota. Ahora que había abrazado, por fin, después de tantos años de espasmos, al Dios ciegamente abandonado y buscado, ¿qué necesidad tenía ya de la inteligencia? Cuando surge el inmenso sol de los profetas, hasta el filósofo sopla sobre la pobre lucecilla que iluminaba y consolaba su noche».
Dedico a  mi amigo Elwin Álvarez la defensa que  hace  de  sí mismo Pedro Bernardone, padre de  Francisco  de  Asís:


PEDRO DE BERNARDONE


         «No es necesario que repitas la acusación que de siglos y siglos acompaña a mi nombre, nombre honrado, hecho célebre a golpes de vergüenza. Fui el padre tacaño y bestial que no quería santo a su hijo. Era el medianero del diablo, el traficante avaro que tenía una bolsa en lugar de corazón y dos ducados sobre los ojos para cegarlo. Esta es la acusación, esta la calumnia
Yo, mercader honrado en toda feria y ciudad de Italia y de Francia; yo, que todo mi amor y mi esperanza los había puesto sobre la cabeza de mi Francisco, soy, aun después de la muerte, la víctima de mi hijo.
Si aquí impera justicia para todos, aun para los padres desgraciados, incluso para los santos, quiero que también se me escuche a mí, Pedro de Bernardone, el perseguidor de la santidad.
Caí en errores, no en culpa. Y fueron errores de afecto, no de malicia o de depravación. Y el primero fue tomar mujer extranjera, de otra sangre y de otro país, la cual me dio un solo hijo, extraño para mí extraño para todos, verdadero fruto de la extranjera.
Y el otro error fue el de querer desmesuradamente a aquel hijo y haber satisfecho sin reserva sus deseos y sus manías.
El mundo ha venerado durante millares de años al hijo de mi amor, pero yo no tuve que habérmelas, desde que le tuve cerca, con un santo y sí con un joven divertido y jubiloso, casquivano y pródigo.
Tuve fama de tacaño y, sin embargo, todos saben que mi Francisco fue, durante muchos años, el joven príncipe de la juventud de Asís y no quise que le faltara nada. Mi hijo se desposó con la pobreza después de haber hecho de anfitrión, de mecenas, de caballero y de señor a expensas de las riquezas paternas.
Le gustaban los vestidos adornados y hermosos y los compraba con mis ducados. Le gustaba ostentar caballos de raza, armas de valor y con mis ducados se los procuraba. Le gustaba invitar a los amigos, o, mejor, a sus parásitos, a cenas y a festines, y con mis ducados convidaba espléndidamente lo mismo que un rey. Y, cuidado, que él no ganó casi nada con su trabajo. En la tienda estaba poco o de mala gana. Bastaba que sintiese un acorde de rabel o de arpa, o que un amigo lo llamase, y lo veías huir fuera como un can al silbido, y no lo volvías a ver en toda la tarde y toda la noche.
Yo, que trabajé y di sin hacerme rogar, tengo eterna fama de avaro; mi hijo, que se hizo el grande con mis sudores y despilfarró locamente mi dinero mientras vivió en mi casa, fue considerado por todos el caballero de la pobreza y de la caridad.
Y es verdad que en determinado momento le vino, entre otras cosas, la manía de hacer grandes limosnas a los pobres, pero siempre, cuidado, con dineros fatigosa y peligrosamente lucrados por mí. Nunca he pensado que socorrer a los pobres sea vicio, pero quisiera saber cómo harían los santos para practicar la caridad si no hubiese gente que trabaja, vende y ahorra. A mi hijo, por lo que parece, le vino la vocación de hacer de mendicante, pero para pedir es también necesario que haya gente que posea, gente que se esfuerza para reunir unos pocos bienes, gente rica que puede dar lo superfluo. Si todos hubiesen sido mendicantes, ¿a qué puerta habría podido llamar y obtener pan y moneda? Si todos los hombres hubiesen sido santos, gente que camina, canta, reza y predica, ¿quién habría sembrado el grano, quién habría construido las casas, quién habría hilado y tejido la lana?
Los seguidores de mi hijo vestían, en el peor de los casos, una túnica de mendigos, pero aun para aquellas túnicas se necesita paño, y se requiere quien lo haga, o quien lo transporte, quien lo venda. Mi Francesco despreciaba, en su corazón, mi arte no espiritual, y, sin embargo, sus herederos, sus escolares, sus frailes, siempre han tenido que recurrir a los mercaderes de paño, como yo era, si querían ponerse algo encima para huir del frío y de la vergüenza.
Sin embargo, para saciar a los hambrientos eran asimismo necesarios campesinos y carniceros. Más para ayudar a los enfermos y encarcelados, eran también necesarios quienes batían monedas y quienes honestamente las hacían fructificar. Más para vestir a los desnudos, eran también necesarios cardadores y tejedores y mercaderes de paños.
Y estos desnudos me recuerdan la última ofensa que recibí de mi hijo delante del Obispo y del pueblo de Asís. Yo le había proporcionado durante veinticinco años seguidos vestidos, capotes, capas, armaduras y cabalgaduras de lujo y de pompa, y, además, millares de ducados para solaz suyo y de sus amigos, para sus viajes, para sus caprichos, para sus limosnas. Y él, por toda recompensa, me hizo la afrenta de mostrarse desnudo delante de todos, de arrojarme a la cara la envoltura del vestido roto y sucio, y con ello devolverme todo lo que de mí había recibido y de quedar en paz conmigo y de renegar de mí, incluso, como padre, Renegar de aquel que no sólo le había dado la vida, sino que libremente había subvenido durante cinco lustros a sus necesidades y, sobre todo, de sus vanos y mundanos placeres.
Si él era verdaderamente llamado por Dios a cambiar las almas y volverlas al Evangelio, ¿por qué no comenzó la obra santa con su padre, con el padre que tanto le había amado? Si yo me entristecía y avergonzaba de su nueva locura, ¿por qué no intentó hacerme comprender la verdad que tenía en el corazón, en vez de separarse de mí con tan escandalosa altivez? Si yo lo reputaba loco, como todos lo consideraban y llamaban en la ciudad, ¿por qué no intentó mostrarme con dulzura que el loco era yo y el verdadero sabio él? ¿Por qué, en definitiva, aquel a quien Cristo llamaba para salvar las almas no quiso hacer nada para salvar el alma de su padre ciego que por su amor venció a la avaricia y olvidó la prudencia?
Y no obstante, lo amaba, quizá lo amaba mal, pero lo amaba demasiado. Sí,  lo amé, lo amé  sin comprenderlo. Durante más de veinte años había sido mi orgullo y toda mi esperanza. Quería que sobresaliese y luciese como los nobles, que fuese el primero de la ciudad, que se hiciese doctor o caballero o mercader, lo que le hubiese gustado, con tal de que hiciese honor a mi nombre y a mi casa. Amé siempre a aquel hijo que ya no había de ser mío, lo amé tierna y desesperadamente y no podía tolerar ningún rival en su corazón, ni siquiera a Dios. Pero siempre lo he amado, siempre, y también siento que lo amo ahora como cuando era niño y yo volvía de viajes lejanos y la primera alegría del retorno era estrecharlo fuertemente contra el pecho, apenas entrado en casa, y bañar su rostro con mis besos y alguna lágrima. Y también el último día, cuando renegó de mí, no recogí aquel envoltorio de paños por avaricia, pues eran ya andrajos para la basura, sino para tener todavía algo que había sido suyo y que había cubierto su cuerpo.
¿Por qué no intentó, pues, iluminar antes que a los demás al padre ciego, convertir al padre celoso, calmar al padre herido?
No puedo olvidar que era mi hijo, el primogénito de mi amor, el predilecto de mi alma, y pienso que en su santidad tiene que haber quedado un reflejo mío; poco, apenas un átomo, una sombra de mi ser, pero, en definitiva, algo que un día formó parte de mí.
Quizás haya todavía un resto de orgullo y de celos en mi amor hacia él, y me da vergüenza de ello. Compadezco mis amargas palabras.

         Quería que fuese enteramente para mí; ésta fue mi culpa. Dios quiso, por el contrario, que fuese todo para los hombres, Y me pareció haber sido defraudado de una propiedad mía legítima y no lo comprendí y me revelé. Pero ¿por qué no quiso salvarme a mí también? Perdonó a todos, aun a los ladrones, aun a los lobos, y ¿no querrá tener piedad también de su padre?
Todos los hombres adoran y aman o, por lo menos, admiran a mi hijo. También yo me arrodillo ante él y a él me encomiendo. Perdone ya la soberbia y la ira del que fue su padre según la carne y obtenga también para mí el perdón del Padre más verdadero que está en los cielos».

Por último, dedico  la  defensa  de  Lais, a  todas  las  mujeres que, siendo víctimas de su belleza, solo hallaron sufrimiento en el amor, y buscaron cobijo  en el deseo y adulación de  los  hombres:

LAIS

         «Ángel

         Tu maravillosa belleza fue incentivo para la lujuria ajena; tu cuerpo perfecto, estatua viva vendible para todos; tu misma alma inmortal se prostituyó por algunos pedazos de oro. De los dones divinos que Dios te otorgó hiciste comercio y mercado. ¿De qué te servirá, ahora, tu hermosura y tu riqueza?

         LAIS

         Extrañas e increíbles, joven dios, llegan hasta mí tus palabras. Bien advierto que este mundo nuevo está hecho al contrario de aquel en que viví. ¿Qué enemigo de los hombres lo ha trastornado tan neciamente?
Sepas que en Grecia, en el siglo que vio mis victorias, nadie habría osado reprocharme lo que tú me reprochas con palabras tan estúpidas. Todo hombre, aun el más sabio y poderoso, honraba a mis iguales como naturales ornamentos de la ciudad y de la vida. ¿No sabes que los hombres estaban creados de modo que no pudiesen prescindir de los placeres de Eros? ¿No sabes que la belleza redoblaba el goce de la unión amorosa? ¿No sabes que hasta los Dioses inmortales habían bajado a la tierra para unirse a las más bellas de las mujeres mortales?
¿Era, acaso, culpa mía si fui considerada la mujer más bella de mi tiempo y si fui admirada, deseada, buscada por cuantos varones rectos había entonces en Grecia?
¿Por qué, pues, hubiera debido negarme a dispensar el placer que era para mí alegría de la carne, triunfo del orgullo, aumento de ofertas y donaciones? ¿Hubiera debido encerrarme en la sombra de un gineceo donde mi belleza se hubiera ajado antes de tiempo, oscuramente marchita por los trabajos de la casa y de la maternidad?
¿No hubiera sido otra forma de avaricia más irracional? ¿No hubiera, quizá, disminuido injustamente el patrimonio de la felicidad humana, ya tan escaso y continuamente amenazado por la desventura? Y frente a la sobrehumana voluptuosidad que encontraban junto a mí, ¿qué eran luego aquellas joyas y aquellas monedas que me entregaban en cambio, sino pedazos de frío metal?
Yo les daba un cálido anticipo de éxtasis, les daba la más deseada felicidad, les daba algo de mi vida. Eran mis amigos los que ganaban en el cambio, no yo. Cualquiera que fuese lo que me dieran, los deudores eran siempre mis amigos.


Tenía mi compensación de otra manera. A toda mujer le complacía inmensamente agradar aun a los plebeyos, aun a los viejos, aun a los deformes. Y yo no era admirada y deseada sólo por los que vivían cerca de mí, sino por toda Grecia y por todo el Oriente, aun de los que sólo me conocían por la fama. Y de todas partes, de las más remotas y bárbaras ciudades acudían a Corinto sólo para verme, sólo para abrazarme una vez. Mi casa no estaba asediada por jóvenes ociosos o por gente oscura. Venían a mí los poetas más admirados, los estrategas todavía bronceados por el sol de las batallas, los graves magistrados de cabelleras ya blanqueantes, los oradores que dominaban con la palabra a los pueblos y hasta los filósofos austeros que a sus discípulos les indicaban el sumo bien en la virtud. Todos aquellos que conocían los secretos de los dioses, que eran dueños de la vida y de la muerte de los ciudadanos, que indagaban los misterios de los cielos y de las almas, los vi todo humildes y suplicantes a mis pies, los vi todo delirantes entre mis brazos. Y aquel espectáculo daba a mi orgullo un placer mucho más subido que a ellos les diera mi cuerpo. ¿Qué mayor victoria podía embriagar a una mujer? ¿Quién hubiera tenido fuerzas para evitar aquel perpetuo triunfo? ¿No era, acaso, más reverenciada y obedecida que una reina? ¿No era, acaso, adorada y colmada de ofrendas votivas lo mismo que una diosa del Olimpo? Mi reino era más extenso que la misma Hélade, mis devotos eran una multitud inmensa, capaz de poner celosa a la misma Afrodita.
Si crees que distribuía felicidad por ansia de lucro te engañas. También yo tenía un corazón y fue mi pérdida. La envidia de la diosa de Chipre me hizo caer en la trampa. Me enamoré de un joven amante y despedí a todos los demás. Y como una turba inquieta me perseguía, como si hubiese traicionado a un pueblo entero; hui secretamente de Corinto y seguí al amado hasta la salvaje Tesalia. Pero fueron breves la liberación y la paz. Las bárbaras mujeres de aquel bárbaro país se sintieron celosas de mi belleza y mi elegancia, tan furiosamente celosas que deseaban mi muerte. Una manada de locas me sorprendió un día en el templo de Afrodita.
Aquellas mujeres, como bestias enfurecidas, me rodearon, me ataron, me lapidaron y destrozaron mi cuerpo después de haberme matado. La primera y única vez que intente vivir honestamente, a manera de esposa, con un solo hombre, fui horrendamente castigada. Los dioses mostraron claramente que condenaban mi deserción. Todos me deseaban y yo quise ser de un hombre sólo. Esto, a los ojos de los dioses, fue culpa. Y si de veras fue culpa, ¿no fue horrenda la expiación?
¿Qué quieres, por lo tanto, de mí? ¿Te atreverás a castigarme y torturarme por haber dispensado alegría, por haber suspendido durante algunas horas la infinita tristeza y miseria de los hombres?
Si el Dios superior a ti es Aquel —como oigo decir— que libró de las piedras a la adúltera y aceptó los perfumes de la meretriz, estoy cierta de que será menos severo que tú. Él comprendió mejor que todos a la mujer y tuvo piedad de ella, y quizá también acoja a Lais en su banquete.»
Sin duda, se  trata de  un texto altamente  recomendable.

Para descargar el texto pinche aquí 



5 comentarios:

  1. Querido Mauricio este ha sido quizás uno de los post más largos que he leído, es interesante como introduces al lector al libro de Giovanni Papini desde una vivencia de peluquería hasta los profundos y espirituales textos del libro. Personalmente nunca he leído algún libro de Papini, si a través de otros escritores que lo citan tengo referencias como Jean Maritain por ejemplo y se que es un escritor profundo y reflexivo de pluma ágil y espiritual, quizás si Dios me da vida en algún momento lo leere con el placer que plasmas para exponerlo, como comentario a parte interesante las dos dedicatorias, al hueso y sin más

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    1. Estimado, lo cierto es que el buen Giovanni tiene unas joyas que desgraciadamente se han perdido entre las innúmeras publicaciones de los baales de turno, mediáticos pigmeos que son ensalzados por las editoriales mercenarias que solo sobrevivien gracias al mal gusto y la ignorancia de los lectores, si es que los hay.
      Espero que puedas disfrutar de algún libro de Papini, te recomiendo comenzar por Gog.

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    2. Por cierto que lo voy a leer, si debo mencionar un punto que no estoy de a acuerdo con Papini y es la interpretación muy cristiana de Zaratustra, yo comprendo que esta en el contexto del arte y es una construcción idealista, yo creo que nuestro buen Nietzsche tenía alguna reflexión sobre la decadencia de occidente y que deseaba enderezar las cosas, pero parece que las enchueco más, pero bien de todos modos por Papini y por el grande de Nietzsche que Dios lo tenga en su gloria, finalmente su gran deseo era hacer algo bueno

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  2. Amigo Astarajael, conocía a Papini hacía tiempo, pero debo confesar que lo descubrí gracias a ti.
    Interesante el segmento que me dedicas. El Zaratustra se quedó hace años en mi corazón.
    Saludos.

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    1. Este es eltercer mensaje que dejo, los otros se borraron por arte y gracia de no sé qué. Bueno, resumo que puedes iniciarte en Papini escuchando en youtube los bellísimos «Soliloquios de Belén» con la voz del querido Lorenz Young. De ahí te saltas a «Gog» y puedes pasar a los escritos sesudos pero igual de entretenidos como «El crepúsculo de los filósofos».
      Paz y éxito

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